ORGULLOSOS DE NUESTROS PROFESIONALES
Nuestro sentido de pertenencia al CeSAC 22 nos permite sentir orgullo porque el Centro cuenta con profesionales de la talla y humanidad de la Licenciada Claudia López Mosteiro, quien nos cuenta su participación en el barrio vulnerable LA CARBONILLA.
A partir de la detección de dos casos sospechosos de COVID 19 a fines de mayo en La Carbonilla, se decide que el CESAC 22 (Centro de Salud y Acción comunitaria), establezca una posta para la detección y seguimiento de casos y de sus contactos estrechos, dado que es el Centro de Salud más cercano al barrio, ubicado en La Paternal, que tiene una población de alrededor de seis mil habitantes.
La posta funciona todos los días, de 9 a 16 hs, incluidos los fines de semana, cubierta en dos turnos por todo el equipo de salud (administrativos, enfermeros, farmacéuticos, fonoaudiólogos, ginecólogos, kinesiólogos, médicos generalistas, odontólogos, pediatras, psicólogos, trabajadores sociales), organizado en grupos de entre cuatro y cinco personas cada turno, acompañados por promotoras de salud del barrio, para facilitar el recorrido y la llegada a los vecinos, y con apoyo de equipos de la Defensoría del Pueblo. Los primeros días –aún hacía calor- contábamos sólo con un gacebo, luego se agregó un container; y hacia fin de junio se establece la base en una escuela cercana.
Mi primer día en La Carbonilla fue un sábado a las 8 de la mañana. Empezamos a armar el lugar, el gacebo, las mesas, sillas, el equipo de protección para vestirnos; era el tercer día de la posta. Mis dos compañeros médicos se van a recorrer el barrio con las promotoras, me quedo yo allí, con el equipo de la Defensoría.
A las 9.30 hs cae un joven de 16 años. Quiere saber si está bien; se siente bien, pero nos cuenta que su abuela está internada con COVID, su hermana de diez años también, y el padre está en el hospital acompañándola. Él se quedó solo en la casa. En ese momento pensamos que al ser contacto estrecho, aún asintomático, debía ir al hospital a hisoparse. Se lo explicamos, le dijimos que fuera a su casa a buscar lo que pudiera necesitar para estar un par de días en el hospital. ¿Hay tele? Nos preguntó. Y, ¿me van dar comida? Le dijimos a todo que sí, cruzando los dedos, confiando en que así iba a ser. Se fue a su casa y aseguró que en media hora volvía. Así fue, pertrechado con su mochila y un libro en la mano. Lo hacemos sentar en el lugar donde se espera el Corona-móvil, rebautizado coronabondi por una compañera.
Me pongo a charlar con él, le pregunto qué libro trae. Me muestra: El concepto de la angustia, de Kierkegaard. Lo abre, trae anotado allí su número de teléfono –se lo habíamos pedido, no lo recordaba, y además su móvil lo tenía el padre-, y se ven unos dibujos, que cuenta que hizo su sobrino. Es como un libro-libreta, libro-cuaderno, de esas ediciones de tapa dura, azul.
Hay algo surrealista en este encuentro fortuito entre ese libro sobre la angustia, y las manos de un chico dispuesto a irse al hospital para estar con su familia y que le den de comer.
Charlamos un rato. “Mi mamá se fue a Perú, me abandonó,” es lo único que dice de él. Y que el libro se lo trajo una vez su abuela, junto con otros dos; y que “está bueno”.
Recuerdo que en estos días el presidente dijo Angustia es que el Estado te abandone. Otra vez, lo personal es político.
Finalmente se decide que como aún está asintomático no hay criterio para que se hisope. Se queda en su casa y lo pasaremos a ver en unos días.
A los seis días vuelvo a la posta, y nos toca ir a buscarlo, como a otros contactos estrechos de casos confirmados. Sigue asintomático pero esta vez sí se va a hisopar; está desayunando, lo apuramos, ya está por irse el móvil. Dice que su padre quiere hablar con nosotros, le decimos que venga, pero no aparece. Se trae a la posta su desayuno –arroz y fideos-; y lo bien que hizo, dado que el móvil se demora mucho. Cuando finalmente va a salir, me acerco a despedirlos, a él y a las otras personas que se van al hospital.
Todas solas, sin ningún familiar que los haya acompañado hasta la posta. Los saludo con la mano, como quien despide a alguien que se va de viaje. Mi compañero está al lado mío, no se da cuenta de que lloro. Pienso, qué suerte que con el barbijo, la cofia, los anteojos, la máscara, el camisolín, nadie se va a dar cuenta.
Me daba pena que se fueran solos, cada uno en un lugar del micro, distanciados. Sin saber si quedarían internados, cuanto tiempo, en qué condiciones. A su vez tenía la certeza de que estábamos haciendo lo que había que hacer.
Al rato apareció el padre del pibe, nos hizo algunas preguntas criteriosas; pero no llegó para acompañarlo.
Más tarde me di cuenta de algo obvio: la pena en una despedida es también del que se queda. Hay algo de la soledad, en cualquier despedida.
Estaba acompañada, y me sentía sola. Estaba sola, pero también me sentía acompañada. Por mis compañeros.
Adiós.
Un ejemplo de las muchas historias que abran vivido.